martes, 31 de mayo de 2011

Juan Ramón Jiménez - Noelia -

PLATERO Y JUAN RAMÓN

Moguer es un pueblo de casas blancas y cielo azul. Tiene viñás y naranjos, huertos de granados, y allá arriba, los pinos.
Moguer está cerca del mar.
Sus calles, a mediodía, huelen a pan recién salido del horno.
Moguer es el pueblo de Juan Ramón Jiménez, el poeta que escribió "Platero y yo".

Platero era un burro pequeño, de pelo gris, suave y blanco como el algodón.
Tenía unos ojos negros como el carbón, y redondos y grandes como un pozo.
Era tierno y mimoso, pero fuerte. Platero comía de todo: naranjas, mandarinas, uvas, higos y sabrosas grandadas.

Platero vivía en una cuadra con una cabra gris, que, cuando jugaba, le topaba suavemente con sus cuernos. Y con Diana, una perrita blanca, que tenía una campanita en el cuello y le lamía el hocico con su larga lengua rosa.

Cuando Juan Ramón entraba en la cuadra, Platero le saludaba con un rubuzno. Y parecía que quería romper la cuerda que le ataba, deseoso de salir al campo para revolcarse entre las malvas y las margaritas.
Algunos días, al atravesar las últimas calles del pueblo, los niños gitanos, al ver al poeta con su barba, su traje y su sombrero negros, a lomos de Platero, les perseguían y gritaban:
-¡El loco! ¡El loco!

Platero tenía un medico. Se llamaba Darbón y era grande como un toro y rojo como una sandia. Le faltaban los dientes y, cuando hablaba, se le salía el aire entre los labios como si fuera un globo.
A pesar de ser tan grande, Darbón tenía un blando corazon de niño. Si veía una flor, una mariposa o un pajaro, se enternecía, y reía y lloraba al mismo tiempo.

Juan Ramón trataba a Platero como si fuera un niño. Entre bromas y veras, le decía que no podía llebarle a la escuela porque ¿en qué silla se iba a sentar y con qué pluma escribiría?
Pero no le importaba que no supiera leer ni escribir, porque comprendía mejor que muchos hombres. Y, por eso, mientras el burro mordisqueaba las pocas hierbas del verano, Juan Ramón le cantaba o le dicía versos. En silencio, veían caer el sol, y cómo el cielo se vestía de mil colores. Y, el la noche, contemplaban la luna y las estrellas y escuchaban el canto de los grillos.

A Platero lo quería todo el mundo.
Tenía muchos amigos. Anilla "la Manteca", la "Niña Chica", Rociíllo, Adela, Darbón... y jugaba con muchos niños.
En primavera, iban al rio de los chopos y volvían, al trote de Platero, cargados de flores amarillas, mojados por la lluvia de una nuve pasajera.

Otras veces, echaban carreras, y, si ganaba Platero, Juan Ramón le ponía una corona de perejil. Los niños aplaudían y Platero movía orgulloso sus orejas y su rabo.
En septiembre, desde el cerro de detrás de la casa del huerto, veían los fuegos artificiales. Platero, al oír el estampido de los cohetes, se asustaba y corría y rebuznaba entre las viñas.
¡Y cuántas veces escucharon desde la calle de la Fuente el voltear de las campanas de la iglesia!

Durante mucho tiempo, Platero y Juan Ramón pasearon felices por las calles del pueblo. Pero Platero se puso enfermo y Darbón, su medico, nada pudo hacer por él.
El pobre Platero, con el sol del mediodía, murió.
Lo enterraron al pie del arbol que está en el huerto de la Piña.
Allí iban Juan Ramón y los niños a visitar su tumba.

El poeta pensaba que si había un cielo para los burros, Platero estaría en él.
Y llevaría en sus lomos angeles de alas blancas y suaves. Y, tal vez, allí comería deliciosas tardas de nube. Si algún día vas a Moguer y paseas de noche por sus calles, cierra los ojos; quizás puedas oír el alegre rebuzno de un burro y la voz de Juan Ramón, diciendo:
-¡Arre, Platero!

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